LuchaLibro
A principios del
verano el calor aún juega de la mano con el aire fresco y la noche se
impacienta por saltar desde el cielo. El fin de semana es una fiesta en la
calle y la sensación triunfante de una posible copa tiene a Europa en vilo. Sin
embargo, el zoom abierto de mis pensamientos va reduciendo su mira y el globo
terráqueo ahora son siete islas, luego es Tenerife, luego Santa cruz y
finalmente la Plaza de España ocupa mi visión. Delante está el Café Atlántico,
sus asientos copados por pares de ojos que siguen el compás de un tecleo y
pestañean ante la nerviosa lucha que se presenta en el escenario, más allá de
sus mesitas con posavasos húmedos y ceniceros llenos. Dentro y fuera suena el
ritmo de cinco minutos que se clava en la sesera y surte su efecto inspirador,
por suerte siempre a mano hay una libretita roja con bolígrafo, por si alguno
de los presentes se lanzase valiente a luchar paralelamente con los
enmascarados del fondo.
Entre bambalinas
todo se ve diferente, todo tiene un tono de sombra y la luz al final del
escondrijo de los luchadores hace lo mismo que la llamada de la selva. Fuera,
el mundo salvaje de las letras espera al incauto participante, máscara en la
cara, dedos nerviosos, mente creativa que echa humo antes de empezar. El
árbitro es claro: tres palabras para cada luchador y cinco minutos para crear,
luego que gane el mejor.
Las manos sudan
y entre compañeros contrincantes la tensión parece seda suave y manejable, pero
el rugido que indica cada turno es más bien lija para los corazones de los que
van quedando y el escondrijo poco a poco se sume en el silencio de las cabezas
pensantes.
Sigue leyendo esta crónica en el 6º número de El Vagón de las Artes